viernes, 20 de agosto de 2010

Teúrgia


Teúrgia y furor divino tenían un origen común y finalidades semejantes: liberar el alma de sus ataduras terrestres, rescatarla, purificarla y conducirla hacia el Uno. La teúrgia, bajo las enseñanzas del primer teólogo, Hermes Trimegisto, y después la poesía, dirigida por el hijo de Hermes, Orfeo, el segundo entre los teólogos, fueron los que inspiraron y empujaron a los hombres para que cantaran y se dirigieran a los dioses. Orfeo, junto con Alfión y Arión, fueron los primeros en conducir al hombres a edificar una costumbre absurda con trozos de roca y madera, es decir, estatuas y pinturas, primeros en conducir a la humanidad frente a ídolos. La filosofía había quedado como el tercer método de interrogación a dios.
El último grado del furor divino, escribía Proclo, dejaba el alma en los umbrales del Ser Supremo. El hombre no alcanzaba a unirse a Uno, que seguía siendo objeto de contemplación del sujeto. Cercanamente al Uno, el furor religioso se apaciguaba. El alma ya no podía seguir ascendiendo.
Por ello, la teúrgia era considerada superior a todo delirio; y en la época de decadencia del Imperio Romano, la teúrgia suplía la necesaria y confiada introspección anímica requerida por la filosofía del furor. La razón era incapaz por sí sola de comprender a Dios.
La ausencia de toda actividad racional en la iluminación del alma: ésta era la única diferencia entre el furor divino y la teúrgia. Mientras que el primero exigía que el hombre se esforzara en no dejarse llevar por los sentidos físicos y en prepararse para ser atraído y guiado por Dios hacia la Mente, en la segunda el hombre se abandona a la pasiva contemplación de la estatua transfigurada. No se le exigía ningún esfuerzo, Dios, en cuya mirada se entragaba, lo suplía todo, porque los hombres necesitaban ver a los dioses y perderse en ellos en fin de olviarse de ellos mismos.
[Pedro Azara, Imagen de lo invisible, Barcelona, Anagrama, 1992, págs. 54-55].